martes, 6 de abril de 2010

EL MISIONERO- Un cuento de Franco Sampietro



"Nos ocurriría como a los alquimistas,
quienes buscando únicamente
oro descubrieron la pólvora, la porcelana,
medicinas y hasta leyes de
la naturaleza"
Schopenhauer: ´Parega y paralipomena´


A la popa del débil bote va un hombre armado. Cada tanto dispara su rifle contra los hermosos pájaros que siguen a esa embarcación solitaria; y tras cada tiro gratis, ríe con saña. Quizás sea éste el sentido deportivo con que sus ancestros, rebuscadamente españoles, cazaban a los indios huidos como si fueran aves. Acaso con arcabuces, o hasta con flechas, tan rudimentarias que más bien parecían juguetes. Las siguen haciendo, él las vio: iguales -seguramente exactas- a las auténticas de hace trescientos, quinientos años. En el mismo museíto de la capital de provincia están expuestas. Y no puede evitar pensar, en un rapto de pragmatismo que lo gana, que ese viejo "instinto", esa arcaica actitud hacia las gentes del Altiplano puede revivirse ahora para servir a una causa. ¿Es la causa, por así decirlo, más civilizada?

Allí va remontando el Mamoré, corriente arriba, río batiente y tumultuoso, tan selvático como otro animal de la zona, dando la impresión palmaria de estar vivo, atravesando ese pedazo de mundo sin duda innominado. ¿Quién es el que allí viaja, en ese bote con el agua hasta el borde? ¿es él mismo, que estuvo antes de misionero con los franciscanos en Togo, y de voluntario con las víctimas del Polisario en Tinduf, de aprendiz de budista en un claustro de tres meses en los confines de Myanmar?; hacer de él el retrato de un tozudo escritor o de un aventurero en serio no sería del todo falso, en este caso al menos. Los añadidos de la ficción -si los hubiera- pasarían por transparentes ahora. ¿Qué más agregar, amén de un impostor?: la incoherencia estaría de más, dado el contexto.
Al borde de una guerra civil el país, y él adoctrinando a un bando contra el otro, porque sí, pero encima, disfrazado. Casi parecería, en su circunstancia, un escondido (recordó la historia tantas veces repetida de ganaderos del área que asesinan a alguien por alguna diferencia rencorosa menor y se internan después en esa misma selva, un año, dos, hasta que el tiempo sempiterno y circular de la jungla lave las heridas o las suavice al menos). Un exiliado estaría acorde con su estado.

Sin embargo -en algún momento se dijo- él no tenía ni siquiera ese heroico privilegio, ese romántico estatus, y más bien era un plausible y gratuito portador de la discordia. Un impostor, para más inri. Digamos un representante -ni siquiera eso: un empleado- del estatus quo internacional -y sobre todo local- que jugara su baza de contrarevolucionario. Un hombre que buscara la ayuda del Beni profundo con el objeto específico de enfrentarlo al gobierno altiplánico -indígena también, pero de otra étnia históricamente adversa-, vaya a saberse por qué. Semejante situación, si para él algo representaba, era su condición de rara ironía histórica. Tres siglos atrás, si un ciervo indígena o esclavo africano huía al amparo de esa misma selva, los amazónicos lo cazaban a cambio de una gratificación, que ellos consideraban sustanciosa. Ahora, al momento de la narración, los mismos benianos del corazón de ese idéntico Amazonas, descendientes de bárbaros temidos como animales feroces, sienten haber heredado una suerte de autoridad del antiguo gobierno colonial o algo por el estilo. Ahora son ellos los consultados, y hasta rogados, mientras los collas del Altiplano siguen socialmente como hace quinientos años -según ellos.
De modo que para este aspirante a escribidor, que es más un viajero en busca de temas fuertes, todo lo visto y vivido en el monstruoso río tiene varios significados.

Aunque el bote se detiene cada tanto en los perdidos poblados, el aspirante pondera y sopesa los rostros inextricables, herméticos por indefinibles, al menos para un neófito. Se concentra sobremanera en la inmovilidad de esa raza, que se le antoja de barro, que miran fijamente, hipnóticos, extáticos, como si ellos fueran seres de otra galaxia. Tiene serias dudas al comparar a estas gentes pasivas y evidentemente indolentes, dejadas, con la vitalidad de otras tribus distintas: los karen de Birmania, por ejemplo, los tamiles de Sri Lanka; los mismos collas, inclusive.
El bote insospechado que circula a los tumbos por este río (padre de los ríos, piensa) es motivo de exitación evidente para ellos. En un poblado impenetrable por los árboles que forman como una bóveda desde el mismo terraplén donde estacionan, una vieja mujer vestida sólo con una falda de juncos baja por una improvisada rampa con un cesto de comida para el hombre del rifle, todo ello envuelto en paños. El hombre ni mira a la mujer cuando le dirije unas palabras en una lengua ignota, pero a cambio le alcanza una cesta con collares y pedrerías de colores furiosos; le llaman la atención cuatro pares de aros de burda imitación pluma, brillo flúor, y un elemental espejo de baño.
Ya en el río de nuevo y cuando toca comer, el hombre desanuda las telas, y con una seriedad minuciosa, corta con sus manos trozos de pan para todos los platos. No hay bocado que el hombre no acompañe con un pedazo considerable de pan de mandioca. Hace más sustanciosa la comida, le han dicho. Es obviamente el alimento básico allí, piensa en el acto. (La prueba: bajo la inesperada amargura del mismo, sin un ápice de sal siquiera, no hay ningún otro sabor que pueda distinguirse).

Tanto el color como el aire van cambiando con la luz del día. El sol cae más directamente encima, entre las paredes enmarañadas del bosque y el río ya lleno de reflejos. Unos peces enormes y sin duda muy pesados saltan alrededor del bote como cetáceos funestos; les dicen feos y son incomestibles, le dicen. El río cambia con las horas del día. El hombre del arma lo mismo; terminada su comida, enjuagados los platos en el agua, colocados de nuevo en la cesta, se pone a proa oteando el horizonte, como buscando obstáculos posibles. Más bien se sienta y observa atento, sin moverse.
Él siente en la boca la amargura insondable del pan y la presencia de su textura granulosa, piensa en los alimentos básicos del mundo. Arroz y trigo. Aquí en la selva, también mandioca. Lo curioso es que es una raíz, y que contiene un veneno. El tiempo que habrán tardado los ancestros de esta gente en abrirse camino hasta lo hondo de la jungla, tras el tiempo demorado en pasar desde Asia, sigue pensando. Y cuánto más, después, para descubrir la mandioca.
Pensando de ese modo, sopesando la extraordinaria antigüedad de ese mundo, aún con sus precarios inventos, comienza a ser consciente de la edad de la selva. Sin duda esas chozas son y fueron, en cierto modo, como las ciudades de Europa y Asia, erigiéndose durante milenios sobre las ruinas de sus predecesoras.
Empieza a bajar el sol cuando arriban a la orilla final. Rápidamente -a fin de aprovechar la luz- encaran un claro entre la maleza; se embarra hasta las rodillas al pisar mal la improvisada rampa.
Los reciben unos niños blancos, casi nórdicos, desnudos, jugando con arcos y flechas verdaderos: pertenecen al nuevo asentamiento. Juegan a ser indios. Salen otros a recibirlo, demostrando que lo esperan. Pero no es ese su lugar de destino; está de paso hacia otro sitio más recóndito. Aquí sólo descansará dos días, recibiendo las instrucciones finales y contratando un guía que lo lleve al punto definitivo, abriendo selva a machete, a paso de hombre.

No es una tribu entonces, sino una misión religiosa; una de las tantas sectas nuevas de inspiración neocristiana que han invadido el continente, sobre todo en los países más pobres. Se propagan por el país como un herpes, floresciendo particularmente entre los más ignorantes, y por igual en las montañas o la selva. Sin embargo aquí en lo hondo es donde más cala, o eso parece, a juzgar por el interés con que taladran la jungla para ese conato de sociedad ácrata aunque verticalista. Propala la idea del servicio voluntario, y ofrece además un sistema de intercambio internacional, de modo que los nativos conversos pueden acceder, si son favoritos, a viajar al extranjero: a Estados Unidos, Canadá y algunos países del centro de Europa. Ésta -piensa- será sin duda una de las máximas razones de su éxito, por lo demás aún incipiente. De todos modos no cierra del todo su corte verticalista, ya que la disciplina no va con esta gente instintivamente anarquista, reacia a la autoridad, hostil por naturaleza a los distintos. Fácilmente un agitador se infiltra como voluntario -sopesa-. El disfraz es indemostrable. Ambos grupos se dedican a lo mismo. Ambos hablan de la lucha de clases, ambos prometen la misma idea de justicia e incluso coinciden en los métodos. Ambos, palmariamente, definen al mismo enemigo.

Él sólo sabe que él es uno de esos infiltrados. De los demás miembros de la misión nada sabe. Es de suponer que se identificarán llegado el momento. Por lo pronto, su única preocupación debería ser pasar como voluntario de la secta.

Le conducen a una choza de palma en el extremo sur del claro. El tosco bungalow de caña se levanta sobre troncos de árbol como a medio metro del suelo. Tres lados del recinto lo ocupan las paredes filamentosas de las cañas enlazadas; en el que resta, una lona color ratón hace de puerta. El que le muestra su cuarto, sin ninguna señal de bienvenida, es un blanco enorme que parece ruso, de complexión muy fuerte, con vaqueros y musculosa de lycra, quien al verlo sale de otra choza y simplemente dice a otros niños -también blancos- que lo lleven a ese hombre a su casa.
Ahora le parece húngaro o checo, acaso ucraniano, con una entonación muy mala. Tan brutal lo ve (¿lo imagina?) en sus primeros gestos, que duda si la tosquedad responde a sus carencias lingüísticas o si se trata de una agresión a secas. Al dar media vuelta escucha que le anuncia:
-Se cena a las seis en punto. Son estrictas las reglas.
Media hora después ingresa a la choza que llaman comedor, sobre la tierra, donde además, entre otros bultos, hay sentados cinco indios. Todos simplemente esperan y son tan pasivos -piensa- y pasan tan desapercibidos como objetos inertes. Huele el recinto a hojas descompuestas, que a él le parece marihuana rancia.

Se siente incómodo, y tras intentar entablar un diálogo en vano, sale a ver el río. Se lava el torso: el agua aún sabe caliente. Regresa al comedor y hay ya siete personas, todos europeos, todos de países distintos. Se dice inconscientemente que pese a las ropas y el look el ámbito tiene un aire como colonial. El hombre de complexión robusta y actitud grosera, que es el jefe de la colonia, viene de Israel. No es que lo diga, se deduce de la charla entre ellos, de la cual a él -le parece- deliberadamente lo excluyen. La mujer que lo acompaña -la única del asentamiento- habla un inglés lamentable y es la madre de los niños que ingresan a los gritos y se portan pésimo en la mesa. Es enorme, muy pecosa, de brazos grasientos y cabello colorado. No es guapa y tiene algo desagradable, pero a la vez -increíblemente- él percibe que hay un aura oscuramente deseable en ella; tal vez sus huesos fuertes, la altura de sus pómulos, sus descomunales tetas caídas o su boca grasienta de comida. Tal vez, en ese extrañísimo sitio, en el que será la única hembra blanca a la redonda, no tiene competencia y entonces emana una sexualidad sin fisuras producto de su seguridad en la esfera. Hay algo más. No logra definirlo. Se empeña en ello, y conjetura que una mujer en la selva no puede ser más que eso: su sexo. Mirarla desde cualquier ángulo es no ser consciente de nada más mientras se la mira. Comprende, de un modo alucinado, que la repulsión intelectual que siente es como una defensa contra su fascinación inexplicable. Deseo. Una mujer europea (después sabrá que es suizo-judía) recién salida de una sociedad civilizada y mezquina, neurótica, sin sensualidad y frustrada, llega aquí y el ambiente la desencadena. Está seguro que hierve por cualquiera. Y su marido lo mismo. Y cuando él levanta la mirada, completamente absorto, se encuentra con la mirada del hombrón, que lo calibra con todo desparpajo.

Mientras dura la luz hablan entre ellos. Después, al reflejo purpúreo del farol a alcohol, que arroja sombras siniestras, todos se callan. Recién entiende que no se siente ningún otro rumor del campamento. ¿De veraz están afuera los indios?. Concluye la cena y sin preámbulos se marchan a casa. Salir del comedor es como un K.O. de súbito: una negrura que parece un desmayo. Canta la selva. El ruido es exagerado, más abigarrado todavía de lo que esperaba. Ve su relój y no son ni las siete de la tarde. Once horas de oscuridad hasta que vuelva el mundo.
Munido de su linterna halla la choza; la reconoce por el olor a cannabis pasado, que ahora le parece con un toque de tabaco. Es el olor de la comida, medita. Y también el olor del río, del follaje: de la selva, en suma. Su propio olor, ahora. Piensa que no aguantará mucho en la jungla. Se acuerda de la mujerona y se queda dormido.

Recién al tercer día se le presenta otro infiltrado. Debería haber dos más, empezando por el comandante del área. (No se dará nunca a conocer, pero él tendrá una idea cabal de quién es). El que se le ha acercado le da sus órdenes. Le dice adónde está destinado y le pasa un mapa, sin más instrucciones. Vendrán unos baqueanos a llevarlo.

Al final conocerá a unos quince agentes, y un número afín de bases en la zona, camufladas igual que la misión presente. En unos pocos días, también habrá en la selva -y en el resto del país- una serie de incidentes, se declarará en el territorio el estado de sitio (aún cuando allí los lugareños ni se enteren, y ni siquiera sepan qué es estado de sitio), pero lo cierto es que su área quedará en efecto aislada. El gobierno central no dispone de los recursos para enviar allí un ejército (por lo demás innecesario), y elementos de la prensa sicaria informarán de que se produce una rebelión contra la presidencia, haciendo un llamamiento al extranjero a fin de derrocar al gobierno electo.

Le alivia empezar la marcha. La misión le resulta opresiva por la bestialidad -según él- de la pareja israelita y la taciturnidad de los indígenas. Culpa de ello a los judíos. Los ve como fieras de cuidado. La selva y la autoridad, estima, han desatado en ellos la voluntad de dominio, sexual incluída.
Obligan a los lugareños a una rutina rígida. Hay horarios para el trabajo, las charlas instructivas y el rezo. Algunas veces, al calor de una fogata humosa con el objeto de auyentar mosquitos, pasan videos, que después comentan. Todos los videos van de los mismo: series de intriga, con un sesgo político. No tan inofensivas como parecen a simple vista y ántes del comentario. Los nativos se alucinan con los tiroteos y las persecuciones en coche. Casi no entienden las razones de los buenos, pero el esquema maniqueo final usa siempre el ejemplo de los amazónicos contra los norteños. No puede creer que funcione, pero la estrategia es obvia.

Al fin los baqueanos llegan. Son dos muchachos como de dieciséis y diecisiete: Juan y Jaime. A la mañana siguiente parten. Juan va adelante y él al medio; los sigue casi pegado Jaime. Él percibe que en la selva casi nunca están solos. A la infinidad de sonidos, signos de una presencia, se suma la sensación que hay alguien agazapado siempre. Cada tanto, además, aparece alguna gente. La mayoría de ellos son porteadores, sujetos que transportan mercancías sobre hombros y espaldas. Por lo general es una cesta enorme bien de junco o de madera plana con una lonja de cuero adosada a los lados y que lleva el cargador en la frente. Aunque avanzan bastante doblados y el bulto es voluminoso, se trata de una postura en equilibrio de fuerzas. Un artilugio que empequeñece a su dueño y que llevará evolucionando en comodidad capáz que cientos de años. Aunque van descalzos, entre la fronda está claro que no van incómodos. Su rostro bajo la tira de cuero está tenso; con un gruñido saludan como al pasar a Juan y Jaime y a él lo miran de soslayo. Una vejez prematura parece comerles la cara. Inmediatamente comprende lo que en el fondo pensaba: son escenas que le parece haber vivido ántes, y en verdad eso es cierto. Se trata de imágenes rurales que guarda de Birmania, de India, de Bangladesh. Todo encaja en su escenario: los cuerpos, los taparrabos, las hojas inagotables, la innúmera madera, el rumor de la naturaleza, la percepción del tiempo en el campo. Hace cien años -sigue meditando-, y hace trescientos o quinientos la película sería la misma.

A plan de machete abren un claro y se sientan para el almuerzo. Un tentempié de mandioca y pescado seco traído listo en hojas de banano. A los cinco minutos de eso reanudan la marcha. Es entonces cuando piensa de nuevo en la antigüedad de la selva. ¿Cuánto tiempo llevará la tribu en su entorno?. Más aún: ¿qué idea del paso del tiempo pueden tener esos hombres?; en efecto: conocen al dedillo todas las plantas y todas las flores, todos los animales, los pájaros y los peces; todos los alimentos y los venenos; todas sus herramientas y sus objetos, y al menos en apariencia, no desean nada fuera de lo que ya poseen. Todo, en suma, guarda un equilibrio inobjetable y no se tiene nada del exterior con que poder compararlo. De ahí la celeridad -deduce- que se equipara con el paso del tiempo en la natura. Está claro que el mundo es eso. Son ellos mismos y las demás personas que ellos mismos conocen. Son la negrura del cielo de noche y los árboles identificados al tanteo.

El sol sigue alto cuando la marcha se detiene. Acampan junto a una poza con una cascada fina. El astro penetra el agua, azul y poco profunda, dejando adivinar unos peces multicolores adentro. Se dan una zambullida. Felicidad es lo que siente. Belleza, intensidad, sensación de alegría de estar vivo. Se sorprende de sí mismo y le da algo de vergüenza: son Juan y Jaime los que hacen la belleza. Son como pez en el agua, seres para los que la selva fuera su hábitat espontáneo. En un plis plas han armado una tienda de hojas de banano y ramas delgadas como a diez centímetros del suelo. Encienden en nada una fogata, con las mismas ramas. Comienzan a hervir una carne con mandioca con la misma agua de la poza. El día declina de golpe. La melancolía de la tarde se le ocurre atroz y le resulta increíble la cantidad de horas que faltan para que vea de nuevo la luz.

Mientras Juan intenta un fueguito con raíces verdes, le pregunta a boca de jarro:
-¿Tienes familia?
-...
-¿A qué se dedica tu padre?
Se da cuenta en el acto de la estupidez de su pregunta, formulada en medio de la selva, aún a oscuras.
-Ha muerto.
-Lo siento. ¿De qué murió?
Juan deja las raíces, que acaban de prenderse, y responde con el laconismo de un filósofo materialista:
-El Likichiri. Le chupó la grasa. Un día que salió a cazar tierra adentro. Completamente seco lo hallaron.
-¿Quién es el Likichiri?
-El Likichiri.
-...
-...
Comprende que se trata de un demonio o algún mounstruo de la jungla. En cierto lugar remoto del trópico se encuentra ese vampiro -que chupa grasa- con trazas de simio, según le explican los niños. Seguramente habita un mundo sin tiempo, donde los hombres conocen el presente y el devenir es cíclico. El único temor, en un espacio así, es el miedo a los fantasmas.
Decide cortar la charla. Hablan con rotundidad y certeza de un pensamiento etéreo, imposible de tomarse en serio.
-¿Estás casado, Juan?
Responde Jaime:
-¿Cómo va a estar casado?
-¿Por qué no?
Juan dice:
-Chicas de por aquí sin sesos. No saben nada.
Se calla. Es ese el punto en el que ve la distancia. Están más lejos que todo. Sin duda ni la revolución va a llegarles. Estas gentes capaces de adaptarse a la selva, perfeccionados en su aislamiento y sobrevivencia, se han vuelto herméticos por completo. Otros pueblos, en cambio, después de la penetración no han dejado de saber quiénes eran. Ellos, por el contrario, viven en una confusión absoluta, incapaces de distinguir entre lo que es personal o foráneo.
La fogata enciende. Las últimas sombras se apartan. Cantan los pájaros y pareciera que se redobla el discurrir del río. Entonces intenta imaginarse a sí mismo viviendo un tiempo en ese entorno. Unos años, el resto de su vida, que percibe multiplicada por mil vidas. Como un acto reflejo saca su petaca de whisky y le da un trago.
Uno de los chicos lo ve y le espeta:
-Invitame un trago, señor
-No es bebida
-Danos, señor -el otro
-Te digo que no es trago. Es personal.
El chico resopla como un hombre, con evidente bronca; mira para otro lado.
Empieza a llover. Se ubican bajo un antiguo banano cuyas hojas enormes les sirven de techumbre. Vuelve agobiarse más con su sensación de "extraterrestre".
-¿Podemos sentarnos a tu lado, señor?.
Se apoyan en él, uno de cada lado. Se ve envuelto en esa suerte de hedor a sopa de cebolla o a cannabis rancio. Se le ocurre algo así como la idea del olor a deseo. El deseo como antídoto del desespero.
Deja caer una mano sobre el cuerpo de la derecha, sin siquiera saber de cuál de los dos se trata. El chico es pasivo. Para su propia perplejidad, el deseo crece. Pasa por su mente un croquis de ese cuerpo, pequeño y bien formado, fibroso y aterciopelado. Piensa inmediatamente en una adolescente que vio en la calle de ese país al segundo día, en medio del aturdimiento de un mercado, perfecta hasta lo insoportable. Deseo. La pasividad lo alimenta. Cierra los ojos.

Al abrirlos, bastante más tarde, se encuentra solo bajo el abrigo del viejo banano. Tiene un atisbo de alarma. Pero no: los chicos están por allá, preparándose para la partida. Se da cuenta que desconoce con cuál de los dos estuvo.
Al iniciar la marcha, como en un rito milenario, derriban con el machete el pequeño abrigo nocturno; tan protector, y sin embargo, tan endeble.
Comienza la caminata. Su intranquilidad es palmaria. Se siente que ya no es el que era. Además el sendero -para él inexistente- va separándose del lecho del río e introduciéndose en la selva. Ha perdido la entereza y la seguridad de la víspera. Algo le remuerde. No necesita, ni lo desea, rebuscar demasiado. No es lo primero y más evidente que se le vendría a la mente, sin embargo. Más intenta convencerse, más lo asedia, interponiéndose esa inquietud entre él y el instante. Su obsesión parece concentrarse en el punto de partida del viaje. Más aún: en el proyecto, en la mera idea de ese viaje.
Establece concentrarse en las sandalias del chico que lleva delante.
Por cierto, ellos están más animados. Cortan yuyos y ramas con sus machetes, incluso hacen marcas indicadoras en los árboles, y hablando siempre fuerte, como si fuera preciso hacer ruidos humanos en la selva. Es evidente que están más sueltos. Cada tanto, dudan de la orientación del sendero pero al fin enfilan seguros.
Se detienen poco después de las cuatro. No hacen amago de construir un refugio, pese a que él hoy sí lo desea, más cansado, más agobiado por el asedio a sí mismo.
Recién al rato recapacita: se reafirma.
-Jaime, haz una choza.
Y todo es verdaderamente muy simple. Sin cambiar de humor los dos se ponen a la obra. Tal vez habían estado esperando su órden. Siempre hablando alto de nada preparan y cortan hojas y ramas tiernas. Observándolos en su ambiente, pareciera que supieran exactamente adónde ir y dónde buscar los mejores materiales siempre.
El trabajo finaliza dejando la mochila de él en el refugio. Eso pareciera una cortesía de su parte. Poco después los ve dejar sus atillos junto al suyo, de un modo que -le parece a él- hubiera formado parte de sus propias órdenes inconscientes.

La luz cae bruscamente. Junto a las llamas incipientes comienza a rielar la luna. Empieza a cantar furiosamente la selva. Llega un punto en que semeja un martilleo en la cabeza.
Insólitamente, totalmente fuera de plan, Jaime lo interroga:
-¿De dónde eres?
-De España. Del norte, del País Vasco.
-¿Por qué estás aquí?
Con una luz de alarma, responde como lo han entrenado:
-Ya se lo diré yo a Santos. Él se los contará a todos ustedes. -Santos es el jefe del campamento aislado al que se dirigen, que ellos conocen.
Juan increpa:
-¿Quieres enseñar o quieres aprender algo aquí?
Comenzando a atolondrarse decide llevar él la charla:
-Hablen con Santos. Jaime, ¿cómo mató el Likichiri a tu padre?
Los dos chicos adoptan un rictus hierático en el rostro. Muy serios, magnificada su gravedad por el reflejo del fuego, responde Jaime resignado:
-Lo andaba buscando. Le había dejado una señal el Likichiri. -Hace un silencio exagerado. Continú _. Pero se le pasaba por alto. Un día abre la puerta como siempre, para entrar una leña. No sabe que el Likichiri lo está mirando. Deja abierto y se entra, se esconde detrás de las papas. Cuando mi padre regresa con otro montón de leña, el Likichiri lo mata. Eso es todo. Después quemamos la choza.

Los tres miran como hipnotizados el fuego.
Juan rompe de golpe el silencio:
-¿Vives en una casa?
Hace tanto hincapié en la palabra casa, que casi le responde que no, que vive en un piso, en un departamento. Como eso sería muy confuso, responde que sí con la cabeza.
-Quiero vivir en una casa. -Otra vez Juan-. Una casa con luz y agua.
Tan sencillo y a la vez tan inalcanzable, piensa. Se siente conmovido por la realidad de esos niños.
Al rato Juan dice:
-¿Sabes que el Likichiri lo anda buscando a Jaime?
-¿A Jaime?
-A Jaime.
Jaime se hace cargo:
-Yo iba andando. Desde muy muy lejos veo algo que no debería estar allí, ni que yo debería ver desde tan lejos. Pero no pienso y sigo avanzando y al fin veo lo que está mal. Veo un sapo blanco lamiendo una orquídea roja, solos, sin nada al lado. Ya no se podía hacer nada, demasiado tarde.

Sobre el pecho de Jaime -tendido a su lado- cae su mano, pero ahora lo mueve algo distinto al deseo. Supone que a la pasividad del muchacho se une el ánimo suyo, que ni siquiera es ternura. Identifica ese estado con su incapacidad de ayudarlos. Acaso melancolía. La misma que lo ganó desde que llegó a la selva.
Juan se asoma al refugio y lo encara bruscamente:
-Llévatelo al Jaime a España, señor.
Él simplemente se queda mirándolo. Mucho rato después -pero en la misma situación todavía-Juan repite el pedido.
-¿Señor?
-Sí.
Se quedan dormidos. La palabra, piensa culpándose, no es nada más que un sonido.

Al día siguiente los dos están eufóricos. No hablan a los gritos ignorándolo, no abandonan el sendero ni se ponen a cortar ramitas entre ellos. Intentan meterlo a él en todo lo que hacen. Tienen una expresión más brillante, radiante se diría. Recuerda que uno de los requisitos de su trabajo es ganarse la confiansa de personas como Juan y Jaime. Sin embargo algo no cuadra. Es evidente que esta confianza es de otro tipo. Actúan como si fueran sus ciervos. Él consiguió que se suelten, pero es como si la opresión que los ha abandonado descansara ahora sobre sus hombros.
Un par de horas después concluye que el viaje dura ya demasiado. No hay gente por el sendero y en las mochilas quedan tres o cuatro latas apenas. Como si a eso los chicos lo tuvieran en cuenta: es como si lo reafirmaran en sus lapsos de angustia. No hay de qué preocuparse: ellos lo cuidan. Son más fieles que un perro.
Así pasan cuatro días con sus noches: caminan y acampan. Fantasía reprimida, imaginería cada vez más audaz al anochecer; turbulencias y dudas durante el día. La oscuridad total acunada por sonidos brutales, el abrigo de las hojas, la fogata, la expansión del ser y la consciencia; del otro lado, la claridad maligna del día con su peso existencial insoportable. El día y la noche: las dos caras de él mismo. El deseo de que aquella fantasía lo sea todo, la realidad total y hospitalaria; para luego con el día agobiarse preguntándose cómo acabar con la confianza incondicional que le han dado los dos chicos.

A partir de la segunda jornada, de un modo incipiente, frívolo al principio y como si la idea fuera absurda, comienza a preguntarse qué pasaría si abandonara la misión que vino a hacer a la selva.

Finalmente, a media mañana, al quinto día arriban. Es una llanura plana con un poblado de cabañas de caña, cónicas y cerradas, de hierba hirsuta y hojas tiernas.
Juan y Jaime están en casa; todos los conocen, todos los llaman. Se repite la animación que viera el día que llegaron al primer campamento, río arriba. Le enseñan su cabaña. Hay un olor abrumador a cannabis curado. Se siente muy cómodo. Se tumba en el lecho y se duerme en el acto.
Cuando se levanta, percibe por la luz que declina la tarde.

Recién se da cuenta que pasa de la luminosidad salvaje a la oscuridad desnuda; le parece increíble irse acostumbrando. (Se le ocurre pensar que también a sí mismo). Otro de sus descubrimientos más notorios, es el hecho de que el suelo le parece de aserrín comprimido. Como si estuviera trabajado o levantado, como en un ring de boxeo. Como si el ámbito fuera antiquísimo, de modo que hasta cierta profundidad la tierra contuviera reliquias o restos de esta forma de vida. La misma escena -piensa- repetida durante siglos y siglos, como la que ahora ocurre alrededor suyo.
Levanta la mirada, viéndolo todo desde los ojos de su reciente asombro. Delante suyo las mujeres preparan chuño, secando una papa lisa que mezclan con un maní molido; ellas, encantadas de que se las contemple en su ambiente. Amo a esta gente, se dice a sí mismo. Y en el acto se pregunta: ¿y qué significa eso?. Mirándolos ajetreados entre las ollas y el humo, se responde sin dudas: No quiero que se aprovechen de ellos, no quiero que les tomen el pelo.

Juan y Jaime aparecen a visitarlo. Con ropa limpia, sin sus cargamentos ni sombreros de viaje, dan la impresión de formar parte de una cierta elite dentro del poblado. Lo invitan a ir al río. Dicen que hay una orilla con pozas pequeñas donde puede sambullirse. Que no se preocupe, dicen, que ellos van a protegerlo de los remolinos de agua, las serpientes peligrosas y el Likichiri.
Se sumerge en el agua de un azul casi transparente. Nota que es muy profunda la primera poza; únicamente la que han dicho los chicos parece inofensiva. En el momento en que decide sumergirse en la más basta, la luz abandona el agua. Se vuelve francamente negra. De un negro tan oscuro que no tiene ni color siquiera. Es nada. Siente que ha perdido, primero, contacto con su entorno; después, directamente con su cuerpo. El agua y la tiniebla -la nada elemental, primigenia- le bloquean los sentidos. Se asusta. Se marea. Cree, acaso, que ha perdido el conocimiento. No se explica cómo, pero en un rapto de lucidez recupera su voluntad y se obliga a salir a la superficie, tan densa y oscura como en el interior de la poza.

Ve allí a los jóvenes: chapotean como si nada hubiera pasado. Está pálido, de una palidez existencial, pero no cuenta ni una palabra y regresan al poblado. Recuerda, en el camino, lo que sus protectores le han dicho sobre los signos del Likichiri: la mejor protección es la compañía. Si hay un "tesoro", su poder se esfuma. (Sin embargo, mientras caminan medita que esa misma necesidad de moverse en compañía dilata el poder del Likichiri. En efecto, igual que Jaime con el sapo albino a la sombra de la flor de sangre, él tiene ahora una experiencia recurrente, un claro temor palpable que rebotará en los sueños y en los estados de conciencia turbia, un algo intolerable que le ha inyectado su veneno de miedo y que al regresar conllevará cada vez su situación simétrica y la condensación de todas las emociones extremas de esos días. Incluyendo la emoción de ese preciso momento: el amor por estas gentes que guarda en sí el deseo de que nadie les haga daño, más allá de que a él lo roce como recién el Likichiri).

No se puede marchar sin más, sin embargo. ¿Cómo salir solo de la selva?, mínimamente necesita un guía. El encargado del asentamiento -un kosovar o serbio- no lo dejará marchar tal cual. Eso sin contar con el jefe de todos, el israelita del campamento religioso. Antes que arriesgarse a un informe preferirán matarlo.
De modo que tendrá que quedarse. Y además ponerse en campaña con los asuntos a los que ha venido. Tal vez más adelante, en un momento de descuido, en medio de alguna campaña o actividad complicada pueda escaparse, vaya a saberse cómo. Escaparse de la selva, del país, de la infamia.
Por lo pronto le esperan unos meses; con suerte unas semanas. Mientras tanto, llegará a ser uno más de ellos. La gente del poblado lo tratará como a un miembro de su familia. Llegará a tomarle cariño y aprenderá a conocerlo en todos sus detalles: su voz, sus gestos, su porte, sus manías. Existirá para siempre en su imaginario como no ha existido nunca en ningún otro lado. Así, cuando se escape lo recordarán como el hombre que no cumplió sus promesas, que dijo tantísimas cosas y al final no hizo nada. Lo tendrán por otro miserable más de la serie.

Antes de caer del todo el sol, Juan y Jaime acuden a su lado. Le comentan que el capitán quiere verlo y que ellos le harán de intérprete.
-Pero si lo conozco; además habla inglés.
-Ese no es el capitán. -Juan.
-Es mi padrino. -zanja Jaime.

El padrino no es tan viejo. Está en un poblado más abierto, en una suerte de ambiente para recepciones. Hay taburetes de madera dura tallados en una sóla pieza rodeando un claro. Lleva puesto un pantalón de fútbol casi transparente y una camisa florida muy gastada dentro del short muy corto. Sus pies descalzos parecen hechos de terrones de tierra.
Se presenta no muy formal y lo que vierte en su idioma traducido por los chicos es más o menos lo que sigue:
-Todo esto lleva pasando mucho tiempo. Mucho hablar, ningún hacer. Estás tú aquí, espero actúes con cuidado. El padre de mi padre de mi padre oyó un día de gente que venía en busca de una ciudad de oro. No necesito decirte lo que eso hubiera significado para nosotros. ¿Sabes qué hicieron mis antepasados?: prendieron fuego al poblado. Se inflamó en muchísimos kilómetros. Cuentan que los pájaros iban adelante, esperando para capturar a las serpientes y otros animales pequeños que huían más lento. El mismo fuego quemó a los buscadores de oro. Después de eso todo el mundo dejó la zona por muchos años. ¿Estás seguro de saber tú lo que estás haciendo?.
(En ese instante de pausa, breve lapso indefinible de tiempo, pasan por su mente las relaciones de la fundación de ciudades amerindias en la jungla, los registros de expediciones concluidas en desesperación o muerte, las peticiones de colonos al rey que acaso sus funcionarios leían un año más tarde: quejas, locuras y decepciones, gritos de gentes hambrientas, fariseas, pendencieras, inhumanas. Mitos de aventureros independientes llegados para comerciar esclavos, sal o tabaco, algunos de los cuales crearon reinos o colonias propias con los indios de súbditos. Piensa entonces en la fortaleza de esa gente. Se le hace patente ese pedazo de barro con árboles derrumbados, putrefactos, donde a veces ningún ser humano a puesto el pie y de seguro ningún turista; basto infierno impenetrable y espantoso anegado por ríos como anacondas. Ya era suficiente mérito llegar y sobrevivir. Nadie, ni uno sólo, vino movido por motivos filantrópicos; todos estaban allí para intrigar, para engañar, para buscar oro).
-¿De dónde vienes?
-Del sur de Europa, de España. Del País Vasco.
-Me lo ha dicho Jaime. El abuelo de mi abuelo de mi abuelo de mi abuelo fue a Europa. A Inglaterra. Se fue con un inglés al que le caía bien. Pasó como cinco años allá. Una de las cosas que contó al volver fue que el capitán de Inglaterra era una mujer. ¿Era verdad?.
-Ahá.
-Me alegro de oírlo. Mucha gente aún dice que se lo había inventado. Algunos ni siquiera creían que había viajado, aunque trajo varias cosas del lugar para probarlo. Al regreso se dedicó a esperar que la gente inglesa volviera a cumplir sus promesas: traer aquí una gran fábrica, construir casas, una ciudad. Cada año o así venía un inglés con el mismo mensaje: el año que viene. El año que viene: siempre el año que viene. La gente empezó a reírse del abuelo, que era como su garante. ¿Este es también tu mensaje?.
-No. Nosotros somos distintos.
-Una de esas veces que vino un inglés hubo un eclipse. La gente disparaba flechas encendidas a la luna para prenderla de nuevo. El antiguo abuelo tenía vergüenza. Pidió perdón a los ingleses por esa conducta de la gente. Los ingleses sólo se rieron. Y luego de un tiempo no vinieron más. Ni siquiera a decir "el año que viene". Ese abuelo nunca dejó de esperarlos. Se murió esperándolos. Desde entonces todavía hay gente que los espera. Y ahora vienes tú. ¿No tienes nada que ver con los ingleses?.
-Nada.
-Pero al final le enviaron un regalo a mi abuelo. Déjame que te lo enseñe, yo lo he heredado.
Desciso el bulto que tenía a su lado. Entre la piel de oso hormiguero que hacía de envoltorio había además como una funda de papiro fabricado con hoja de banano curado. Desenvolvió el mamotreto y los objetos que vio lo encandilaron. Apareció primero un clásico espejo moro del siglo XVII o XVIII, granate con incrustaciones de chapa y avalorios; después, un puñal de Toledo de la misma época o menos, ya herrumbrado por completo. Siguieron una serie de collares de cuentas brillantes de lo más prosaico, de ese mismo tiempo; un catalejo de cobre genovés que no se ve ya ni en los museos de Europa; y por último, un increíble y reconocible jubón de terciopelo verde, calzas grises y un sayo de la época Tudor alucinantemente conservados. Reliquias, se dijo, de una vieja traición siempre renovada.


Franco Sampietro

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